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sábado, 14 de junio de 2008

La ilusoria neutralidad del Derecho de familia - (Nota completa haga clic aquí)

Por Carlos Martínez de Aguirre
Las respuestas jurídicas a las nuevas formas de familia tienen como presupuesto la neutralidad del Derecho. El planteamiento podría ser como sigue: nuestra sociedad no conoce un único modelo familiar, sino una multiplicidad de modelos, que resultan de las diferentes concepciones existentes sobre la sexualidad y las relaciones afectivas y convivenciales, así como de las distintas formas que tienen los ciudadanos de organizar esas mismas relaciones.
Estaríamos por tanto ante modelos (matrimonial o no matrimonial, heterosexual u homosexual) equivalentes y en términos generales intercambiables. Si son socialmente equivalentes, parece que han de ser jurídicamente equivalentes, lo que se consigue sujetándolos a un régimen semejante, cuando no idéntico. Otra cosa sería discriminación.
El resultado de este planteamiento ha sido una modificación del Derecho de familia, pero no en sus aspectos más periféricos o meramente técnicos, sino en sus líneas maestras. La ausencia de un conjunto de ideas y valores definidos respecto a las relaciones de carácter familiar ha hecho que esas modificaciones no tengan un sentido claro, y que las reformas hayan sido, muchas veces, incoherentes, contradictorias entre sí, y en ocasiones de escasa funcionalidad social.
Ahora bien, ¿es adecuada esta respuesta que han dado tantos ordenamientos (entre los que se cuenta el español)? Para contestar adecuadamente hemos de preguntarnos acerca del fundamento y sentido del Derecho de familia: ¿por qué un Derecho sobre la familia?; ¿para qué un Derecho sobre la familia?
¿Por qué un Derecho sobre la familia?
Una primera respuesta sería la que hace gravitar el Derecho sobre la familia en torno a la convivencia y la afectividad. Bastaría, pues, con que dos personas se quisieran y vivieran juntas: en este planteamiento quedarían efectivamente igualadas las parejas homosexuales y las heterosexuales, y sería también indiferente que estuvieran casadas o no: lo fundamental (convivencia y relación de afectividad) estaría igualmente presente en todos esos modelos familiares, y por tanto lo razonable sería tratarlas de manera semejante.
Sin embargo, el planteamiento no resulta convincente. De hecho, ni en el tratamiento clásico de la familia, ni tampoco en los más modernos, son suficientes la convivencia o la afectividad, o ambas simultáneamente. Así resulta con toda claridad del sistema de impedimentos matrimoniales, que impide casarse a quienes incurren en alguno de ellos, y deja extramuros del Derecho su relación, aunque se quieran y vivan juntos.
Pero lo llamativo es, en realidad, que esta misma forma de hacer las cosas desde el punto de vista jurídico, es la adoptada cuando se ha decidido regular legalmente las uniones de hecho: una de las primeras reglas es la que establece los impedimentos “no matrimoniales”, es decir, la que fija qué personas van a quedar fuera de este nuevo régimen, por mucho que se quieran y vivan juntos. Cuando, por ejemplo, una ley dice que dos personas que ya están casadas pero no entre sí, no pueden constituir pareja estable, no está diciendo que no puedan vivir juntos y quererse; lo que está diciendo es que ni han bastado ni bastan esa convivencia y esa afectividad para fundamentar la regulación jurídica de la familia.
Desde otro punto de vista, si convivencia y afectividad fueran efectivamente el fundamento y razón de ser del Derecho de familia, lo que no estaría claro es qué es lo que hay en esas situaciones que impulsa a la sociedad y al Derecho a ocuparse de ellas.

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