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miércoles, 26 de noviembre de 2008

Una historia del control de la población - Fuente: www.ecologia-social.org (Nota completa clic aquí)

Autor: Rafael Serrano
En el siglo XX hubo gente convencida de que la supervivencia de la humanidad dependía de que se detuviera su crecimiento. Esto llevó a planear y ejecutar proyectos de control de la población que dieron lugar a masivas violaciones de derechos humanos. Matthew Connelly, profesor de la Universidad de Columbia, relata en su libro Fatal Misconception (1) la historia del movimiento controlista, cuyas fuerzas impulsoras fueron la eugenesia y el control de la natalidad, este generalmente de matriz feminista.
Los eugenistas estaban preocupados por la mayor fecundidad de la humanidad pobre y de color, a la que veían como origen de “hordas” potencialmente invasoras, o de los inferiores del mismo Occidente, que amenazaban deteriorar el patrimonio genético de las naciones adelantadas.
El interés de los promotores del control de la natalidad estaba más bien en la salud y el dominio de la sexualidad por parte de los individuos, las mujeres en primer lugar.
La alianza para la “criptoeugenesia”
Sin embargo, unos y otros acabaron formando una alianza. Los partidarios del control de la natalidad aprovecharon la influencia y el abundante dinero de los eugenistas, a la vez que prestaban a estos una cara más amable en el extranjero. En efecto, el movimiento eugenista no lograba extenderse fuera de Estados Unidos y Europa occidental por su evidente racismo.
Además, la diferencia en los principios no era tan neta. La misma Margaret Sanger, pionera del control de la natalidad, fundadora en 1921 de la organización que más tarde pasó a llamarse Planned Parenthood, era eugenista. En una carta de 1950 decía: “En los próximos 25 años, el mundo y nuestra civilización va a depender de un anticonceptivo sencillo, barato y seguro que pueda usarse en los suburbios míseros, en las selvas y entre la gente más ignorante. Creo que ahora, inmediatamente, tendría que haber una esterilización nacional para ciertas clases genéticamente deficientes de nuestra población a las que se está alentando a procrear y que morirían si no fuera porque el gobierno las alimenta”.
También Alva y Gunnar Myrdal, impulsores del Estado del bienestar en Suecia, compartían esas ideas. Su fórmula era difundir anticonceptivos y a la vez dar subvenciones por maternidad y vivienda, para asegurar que todo hijo nacido fuera un hijo querido, lema clásico del control de la natalidad. Pero la segunda parte de su programa, advertían, podía llevar a “un aumento de la fecundidad en grupos genéticamente defectuosos”, lo que exigía “algún correctivo adecuado”. El que propusieron era esterilizar a los de tales categorías, incluso empleando la fuerza con “los incapaces de decisiones racionales”. En efecto, a partir de 1941 Suecia implantó una política de esterilizaciones eugenésicas, en algunos casos aplicada también por motivo de “comportamiento antisocial”.
En la práctica, pues, los esfuerzos de una y otra corriente podían compaginarse muy bien. La convergencia encontró una etiqueta positiva para presentarse en sociedad: “planificación familiar”, término surgido en los años treinta.
La tendencia eugenista sobrevivió a la mala prensa que le dio el régimen nazi, solo que después de la II Guerra Mundial sus partidarios pusieron más cuidado en guardar las apariencias. Como en 1956 dijo C.P. Blacker, uno de los dirigentes de la Federación Internacional de Planificación Familiar (IPPF), había que practicar la “criptoeugenesia”: “Perseguir los objetivos de la eugenesia sin revelar qué se pretende en realidad y sin mencionar la palabra”. Pero la eugenesia fue cada vez más criticada, hasta perder prácticamente todo crédito hacia los años setenta.
El miedo a los pobres
Los controlistas siempre se distinguieron por su mesianismo. Se sentían llamados a salvar la civilización occidental, o el mundo entero, del cataclismo que iba a traer la “superpoblación”. Creían que ante el inminente asedio de las masas depauperadas que crecían a paso exponencial en Asia, África y Latinoamérica, Occidente tendría que gastar ingentes recursos en alimentarlas o en defenderse de ellas. Otra versión del apocalipsis demográfico, predominante más tarde, anunciaba hambrunas y epidemias espantosas, la Tierra esquilmada, el agotamiento de los recursos.
Desde el principio, la muestra preferida de lo que se avecinaba fue la India. Ya en 1927, dos libros (Standing Room Only?, de Edward Ross, y Mother India, de Katherine Mayo) popularizaron la imagen de la India superpoblada. Sin embargo, por aquel entonces, la India –al igual que el resto del mundo “subdesarrollado”– no crecía rápidamente; más bien sufría una mortalidad muy elevada. También, muchos años más tarde, Delhi inspiró a Paul Ehrlich la primera de sus profecías fallidas, The Population Bomb (1968), que junto con Limits to Growth (1972), del Club de Roma, forjó el imaginario catastrofista de finales del siglo pasado. Los controlistas no habían advertido que ya entonces la fecundidad del mundo estaba bajando, ni previeron los adelantos que iban a permitir alimentar mejor que nunca a la humanidad.
La exageración era tanto una secuela de los prejuicios como un instrumento para comunicar la urgencia de la misión, que los controlistas solían describir con terminología bélica. Y, claro, en toda guerra hay que recurrir a la fuerza, y son inevitables las bajas y los daños colaterales. Los controlistas, como generales ante el mapa de operaciones, veían números, no personas.
Era imperativo que las masas del Tercer Mundo redujeran su fecundidad: si no se podía obtener su cooperación, habría que lograrlo aun contra su voluntad. Y a menudo lo fue: en las primeras campañas anticonceptivas en la India de los años treinta, observa Connelly, se comprobó que “ni siquiera con los más pobres de los pobres se podía dar por descontado que querrían menos hijos. Los que compartían la fe de Sanger en que el valor del control de la natalidad era evidente olvidarían a menudo esta lección”.

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