Por T. Fedótova / P. J. Ginés
El ejemplo de superación y espiritualidad de Gregorio Zhuravliov sigue vivo en sus cuadros y en su testimonio impresionante.
El tercer hijo de María Zhuravliova nació en 1858. Era una cosa pequeña, un bebé que no tenía brazos ni piernas.
Su padre no estaba en casa: había partido a las guerras del Cáucaso. El pope del pueblo acudió a bautizar al bebé. Lo llamaron Gregorio. Los parientes no se lo podían explicar: los dos padres eran sanos, sus dos hermanos mayores, también. ¿Por qué este niño era así?
- Es una pregunta para los médicos -respondió el pope. - Pero yo, como hombre de Iglesia, creo que es culpa del demonio: quizá él sabía que Dios predestinaba a este niño a convertirse en un gran general u obispo, y por eso el Maligno le quitó piernas y brazos. ¿Quién sabe?
El tío del niño, que hacía de padrino, al recibir al bebé para secarlo después de ser sumergido en el agua bautismal, gruñó:
-¡Vaya niño! Solo tiene una boca y nada más…
- No sabemos qué planes tiene Dios para él -le regañó el pope. - Por lo que a su boca se refiere, con ella también se pueden hacer grandes cosas. La boca no sólo sirve para comer. Dice la Escritura que “en el principio existía la Palabra”. Ya verás: quizá tú no le darás a él de comer, sino que será al revés.
El pequeño Grisha fue acogido por su familia, y también por su padre, cuando volvió de la guerra. Le hicieron un carrito especial. Sus hermanos lo llevaban a todas partes. El niño siempre estaba alegre y risueño y pronto se ganó el amor de todos los vecinos de Utiovka, a 1.200 kilómetros de Moscú, en dirección a Siberia.
El diácono del pueblo venía a casa a enseñarle a leer y escribir. El niño, apoyando el pecho contra la mesa y con un lápiz entre los dientes, con esmero escribía letras. Y, descubrieron con asombro, el pequeño Grisha también dibujaba. Sus vecinos a menudo le veían tumbado en el suelo, con un carbón en la boca, esbozando gente, animales, árboles…
Grisha, aquel niño alegre y tan especial, a menudo pedía a sus hermanos que le llevaran a la iglesia. Ellos lo elevaban allí frente a cada icono, y el pequeño miraba las imágenes sagradas, les hablaba y las lágrimas corrían por sus mejillas.
Años de formación
En 1873, Grisha era un chaval inteligente de 15 años, y sus vecinos y el gobernador de la provincia de Samara lo mandaron a estudiar con sus hermanos al colegio de la capital provincial. Les pagaban los estudios y el alojamiento. Los otros alumnos, tras vencer sus reservas contra el nuevo compañero minusválido, le amaron. Les sorprendía su constante alegría y su fuerza de ánimo, tan distintas de los altibajos de humor de los niños "normales”.
Allí, en Samara, Gregorio conoció a los pintores de iconos del taller de Alexey Seksiaev. La atmósfera del taller, lleno de imágenes santas y olores a pintura, le llenaba de alegría. Un día se atrevió a mostrar a los pintores sus esbozos. Los papeles pasaron de mano en mano y se oyeron exclamaciones de aprobación. Así Gregorio fue aceptado en el taller y empezó a aprender el duro oficio de la iconografía más fina.
Los iconos se pintaban para ser vistos a la luz de las velas, en las iglesias, y por eso se realizaban bajo una iluminación especial. El dueño del taller puso a Grisha en una mesa especial, con correas para sostener su cuerpo encima de las tablas, le dio un quinqué de tres mechas y colgó encima de la mesa una esfera de cristal llena de agua que reflejaba la luz del quinqué y lo transformaba en un rayo potente. Esa sería su luz.
El hermano de Gregorio aprendía lo que no podía hacer el muchacho sin brazos ni piernas: fabricaba las tablas, preparaba las pinturas y la amalgama de oro. A Gregorio su hermano le ponía el pincel en la boca, y el joven pintor empezaba a perfilar rostros, manos y dedos, las imágenes de los santos y la Biblia.
Espasmos musculares
Era un trabajo muy duro: la tabla tenía que estar horizontal para que no goteara la pintura, mientras que el pincel tenía que llevarse perpendicularmente a la superficie. Con los ojos tan cerca de la tabla y colgado sobre el icono, en un par de horas Gregorio estaba exhausto. Le venían espasmos musculares a la mandíbula por el esfuerzo prolongado. Para sacar el pincel le tenían que aplicar compresas calientes en la cara. Pero el dibujo salía recto, firme y fino. Otros, con las manos, no podían pintar como Gregorio con los dientes. [A la izquierda, uno de sus iconos, que representa a "San León Papa de Roma"].
Pasaron los años. Terminado el colegio y el aprendizaje en el taller, Gregorio y sus hermanos volvieron a Utiovka. Allí Gregorio siguió pintando iconos por encargo. Ahora la gente hacía cola para conseguir sus iconos. Además de su finura y belleza, se trataba de imágenes "no hechas por la mano humana", lo que les daba un toque de santidad añadida. La fe decía a los vecinos que un minusválido sin piernas ni brazos, si conseguía pintar un icono en tan duras condiciones, era por la acción de Dios.
La lista de espera para los encargos era de años enteros. Gregorio empezó a ganar dinero, organizó un pequeño taller propio, preparó a un par de ayudantes y se llevó consigo a su tío, su padrino de bautizo, viudo y envejecido para entonces.Se cumplió la profecía: el anciano tío fue alimentado por el sobrino sin brazos ni piernas.
Para el año 1885, en Utióvka comenzaron a construir un templo dedicado a la Santísima Trinidad. A Gregorio le invitaron a pintar los frescos de la nueva iglesia. Para que sostenerle debajo de la cúpula, se fabricaron unos andamios especiales, según un croquis del mismo Gregorio. Su cuerpo, colgado en correas, podía moverse así en todas las direcciones. Con él trabajaban su hermano mayor y otro ayudante que le movían, preparaban las pinturas y le daban los pinceles. Era un trabajo en posición incómoda, durante horas. Sólo una constante oración a Cristo y a la Madre de Dios le sostenía.
Llagas y dolor
Las correas le provocaron llagas en la cintura, los omóplatos y la nuca. Los labios se agrietaron, los dientes delanteros se desgastaron y su vista disminuyo muchísimo. Cuando, después de una jornada de trabajo agotador, Gregorio no podía ni tomar bocado de tanto dolor en la boca, su hermana lloraba: “Es que eres todo un mártir, Grisha”. A la solemne consagración del nuevo templo Gregorio no pudo venir por enfermedad.
Un día vino al pueblo un mensajero del gobernador con una carta muy especial: el ministro de la corte imperial le invitaba a Gregorio a San Petersburgo. Como siempre, Gregorio se puso en camino con sus hermanos. En la capital todo el mundo quería conocerle: desde los coleccionistas de arte que peleaban por encargarle iconos y médicos ansiosos de estudiar su caso de minusvalía hasta estudiantes de bellas artes y curiosas damas de la corte.
Finalmente le visitó el emperador Alexander III con su esposa la emperatriz María Fedorovna. Alexander se sentó al lago de Gregorio, y la emperatriz comentó a su marido en francés: “Que cara tan agradable de soldado tiene”. La gente que estaba con Gregorio mostró a la pareja imperial los iconos del artista y regalaron uno a la emperatriz. El zar pidió que Gregorio le dejara ver cómo trabajaba. Tras visitarlo en su taller, le besó en la frente y le regaló su reloj de oro. Al día siguiente, con un decreto especial, a Gregorio se le asignó una pensión y carruaje de por vida.
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