Andrés, un niño español de 7 años, sufría de una severa anemia congénita. Su vida estaba en peligro. El pasado 13 de marzo, los médicos que lo atienden informaron que el pequeño Andrés ha logrado superar su enfermedad, gracias al trasplante de sangre del cordón umbilical de su hermano Javier, nacido el 14 de octubre del año pasado.
Desde ahora, este niño ya no tendrá que recibir transfusiones de sangre para poder sobrevivir. Hasta aquí todo suena bien, pero, ¿hay algo malo en un “bebé medicina”?
Aunque nos alegramos mucho por Andrés, no podemos dejar de lado los aspectos éticos de esta proeza científica. El proyecto inició en España, en 2006, con la aprobación de la Ley de Reproducción Asistida, que preveía la posibilidad de seleccionar embriones que pudieran curar enfermedades congénitas de sus hermanos.
En el caso de este pequeño, el padecimiento hereditario era “beta talasemia”, que es una mala síntesis en la sangre, causada por un problema en el cromosoma 11; quienes la padecen no viven mucho tiempo.
La llamada “selección embrionaria” consiste en conseguir una importante cantidad de embriones mediante fecundación artificial; luego se analizan genéticamente, y se descartan tanto los que tienen el mismo padecimiento como los que no son compatibles con el hermano, aunque estén libres del gen dañino.
Al nacer el bebé, sus células madre se le transplantan a su hermano mayor. El organismo del niño más grande sustituye sus células dañadas con las nuevas, que tienen la carga genética sana. De este modo, queda curado totalmente, y en el caso de Andrés, quedó garantizada su vida por largos años.
El problema ético no reside en el modo de curación mediante células madre, tomadas de un hermano. La gravedad moral radica en que se generan nuevas vidas humanas mediante la fecundación “in vitro”, y en que la mayoría de ellas serán eliminadas –eufemismo, en vez de decir “serán asesinadas”–, o serán guardadas en un congelador.
El nacimiento de este “infante medicina” no esconde el hecho dramático de la eliminación de los embriones enfermos y eventualmente aquellos que, estando sanos, no eran compatibles genéticamente.
No se puede negar que el nacimiento de una persona humana ha venido acompañado de la destrucción de otras, sus propios hermanos, a los que se les ha privado del derecho fundamental a la vida, por no ser útiles desde la perspectiva técnica.
Para ilustrar la malicia moral de este procedimiento, pensemos en un caso hipotético: un grupo de 15 niños raptados para utilizar sus órganos. De ellos, sólo uno tendría condiciones para ser donador del cliente que pagó por uno de sus riñones, y entonces sus captores deciden matar a los otros 14. Es exactamente lo mismo, pues tanto un embrión como un menor de edad, ambos ya son seres humanos.
Además, en el planteamiento del “hermano medicamento” se comete una grave injusticia respecto a ese mismo niño, porque el criterio para dejarlo nacer consistió en que era el más útil para una posible curación. Se ha atropellado su derecho a ser amado como un fin en sí mismo y a no ser tratado como medio instrumental de utilidad técnica.
La dignidad del ser humano exige que los niños no sean “producidos” por interés, sino “procreados” por amor. Ciertamente, hay que curar a los enfermos, pero sin eliminar nunca para ello a nadie. Por eso, los planteamientos emotivos encaminados a justificar estas prácticas inhumanas son inaceptables.
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