En su texto, publicado en MercatorNet.com (22-12-08), Pellerin dice que lo que la llevó a tratar este tema fue un artículo del New York Times en el que Alex Kuczynski, escritora y figura de la jet set, contaba en términos edulcorados su personal experiencia tras alquilar, por varios miles de dólares, el vientre de una maestra de 43 años para poder tener un hijo.
Admitiendo que la venida de un niño al mundo es algo objetivamente bueno, y descartando la coacción y las complicaciones médicas que algunos invocan –y que, según cuenta Kuczynski, no se dieron en su caso–, Pellerin no puede dejar de intuir que “no todo buen fin justifica los medios”, y dedica su análisis a precisar las razones que sustenten esta intuición. Los párrafos que siguen traducen su inquietud.
Úteros con marca de garantía
Hay algo muy poco correcto en todo esto. La pregunta es ¿qué?
Sí: el objetivo es producir un niño, lo cual es bueno. Sí: todas las personas involucradas participan de manera voluntaria, lo cual es bueno. Sí, la madre de alquiler, que consiente en el trato, recibe después la adecuada atención médica y una compensación financiera por sus servicios. No es algo que suene a explotación. Pero lo es.
Cuando los futuros padres se ponen a la búsqueda de una candidata apropiada, miran su historial reproductivo, su salud, su situación familiar y toda suerte de detalles personales. Incluso si alguien decide ponerse en el tablón de anuncios de vientres de alquiler, el hecho es que seleccionar a alguien basándose en su historial reproductivo es, cuando menos, una insensible cosificación. Por estos días he estado releyendo La cabaña del Tío Tom, y no puedo evitar la evocación de los compradores potenciales examinando la “mercancía” mediante una mirada al interior de sus bocas. “¡Anda, cariño! ¡Mira qué útero tiene!” Algo, la verdad, no demasiado dignificante.
En ocasiones envidio a las personas religiosas, que parecen tener una idea tan clara acerca de lo que está bien y de lo que no. Por ejemplo, el Vaticano acaba de publicar Dignitas personae, una serie de directrices para el tiempo de la moderna bioética. Allí se reafirma que “toda forma de maternidad subrogada” es “ilícita”.
Las razones están perfiladas en un documento anterior, Donum vitae:
“La subrogación de la maternidad representa un fracaso objetivo en la asunción de las obligaciones del amor maternal, de la fidelidad conyugal y de la maternidad responsable; ofende la dignidad y el derecho del niño a ser concebido, llevado en el vientre, traído al mundo y criado por sus propios padres; establece, para detrimento de las familias, una división entre los elementos físicos, psicológicos y morales que constituyen esas familias”.
Parece, básicamente, que para la Iglesia la única forma moralmente lícita de producir hijos es a través del acto conyugal entre hombre y mujer. ¿Quién hubiera pensado que los viejos moralistas cascarrabias se preocuparan tanto por la parte divertida del asunto?
El deseo como criterio ético
Todo es justo y bueno para oponerse a que se ofenda la dignidad de un niño. Y desde luego es posible objetar la forma en que con las técnicas actuales se trata a los otros niños: a los embriones “superfluos” que se descartan, los que se quedan en las placas de Petri, los que se dejan congelados por siempre, y los que se conciben con gametos de donantes que no conocerán nunca su historial genético. También es bastante apropiado promover la fidelidad conyugal y los matrimonios felices y fructíferos. Pero la subrogación no tiene que implicar infidelidad o infelicidad. Y tampoco es suficiente todo esto para explicar mi reacción contra la maternidad subrogada.
No. Lo que más me molesta, en realidad, es que sea parte de una cultura en auge que promueve y anima agresivamente todo lo que permita a los adultos darse todos y cada uno de sus caprichos y fantasías. En un día cualquiera, mientras innumerables mujeres recurren al aborto, otras tantas utilizan las técnicas invasivas de reproducción asistida y otras esperan a que su útero salga elegido para transportar el precioso embrión de otros, o a que les estimulen los ovarios para que puedan vender sus óvulos. El único parámetro moral aquí es que cualquier cosa que yo quiera está bien y debo tenerla. No es posible construir sobre esa base una sociedad cuya decencia sea coherente.
Me parece, además, que no es una forma muy adulta de comportarse.
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