En entrevista con Zenit, Clara Lejeune, habla de la vida y trabajo de su padre, del que ha publicado una biografía, y de la Fundación que prosigue su obra de investigación y ayuda a quienes padecen enfermedades mentales de origen genético. Asegura que «se gasta mucho dinero en realizar el diagnóstico y en matarlos, hasta tal punto que si pudiéramos tener sólo un 10% de este dinero para investigación, podríamos ya haber conseguido la cura».
(Carrie Gress/Zenit) En esta entrevista con ZENIT, Clara Lejeune-Gaymard, autora de Life is a Blessing: A Biography of Jerome Lejeune, habla sobre su libro y sobre su padre, el científico francés que descubrió el origen del Síndrome de Down, su vida y su trabajo, recientemente publicado en inglés por The National Catholic Bioethics Center. Si una parte del dinero que se ha gastado en el diagnóstico y en el aborto de los niños con síndrome Down se hubiera invertido en investigación, ya podríamos tener la cura, dice Clara.
–Su padre fue el renombrado científico de genética de Francia, quien viajó por el mundo dando a conocer sus numerosos descubrimientos científicos, incluyendo el origen genético del Síndrome de Down. ¿Por qué su nombre no es muy conocido por su importante trabajo?
Lejeune-Gaymard: Es una buena pregunta. Cuando él hizo el descubrimiento de la trisomía 21 lo podría haber llamado “Lejeune” como hacen muchos científicos cuando realizan descubrimientos. Pero él no era ese tipo de hombre y pretendía realizar dos cosas.
La primera tenía que ver con todas las cosas humillantes que se decían sobre los niños con síndrome de Down, como que la madre había tenido un mal comportamiento sexual o que su herencia familiar era mala. Estos niños eran escondidos, especialmente en Francia o el resto de Europa. Él quiso devolver la humanidad y el orgullo de estos niños a sus padres diciéndoles que estaba en su código genético y que no venía de familia ni de un mal comportamiento.
También fue la primera vez que se descubrió que una enfermedad podía venir del código genético, de manera que se abría la puerta a la medicina genética y a la comprensión de que un cromosoma podía ser la causa de una enfermedad. Sólo seis meses antes del descubrimiento, se decía que era imposible que el código genético pudiera causar una enfermedad. Así que él consiguió la prueba de lo contrario.
Y la segunda cosa que quería era proteger a los no nacidos. Era muy conocido en Francia y muy conocido también en la comunidad científica porque ayudó a construir la primera cátedra conocida en genética en Israel y en España y trabajó con científicos en Estados Unidos. En Francia participó siempre como columnista en la prensa sobre cuestiones genéticas.
En 1969, comenzó la campaña del aborto en Europa, Francia y Estados Unidos. Y desde que él se declaró en contra, se le cerraron todas las puertas. Ya no formó parte de la actualidad. Nadie lo quiso entrevistar cuando realizó su descubrimiento. Creo que en 1971 fue a Estados Unidos y realizó un discurso en el National Institute for Health y después de esto mandó un mensaje a mi madre diciendo: “Hoy he perdido mi Premio Nobel”. En el discurso él habló sobre el aborto, diciendo, “ustedes están transformando su instituto de salud en un instituto de muerte”. Y esto no fue bien acogido.
–El libro sobre la vida de su padre es una serie de instantáneas de la vida de su familia que ilumina no sólo el trabajo científico de su padre, también su profunda fe. ¿Qué le hizo decidir escribir sobre él con este estilo?
Yo estaba embarazada cuando él estaba enfermo, esperando a mi sexto hijo, y durante este tiempo esperaba que él pudiese vivir los suficiente para poder conocer a mi hija. Él murió el 3 de abril y ella nació el 13 de abril, así que nunca llegó a conocer a su abuelo. Antes de morir le pregunté si me daba permiso para escribir un libro sobre él. Aunque temía que dijese que no ya que era un hombre muy humilde, sin embargo él contestó: “Haz lo que quieras. Si quieres dar testimonio de la vida del niño con síndrome de Down, haz lo que quieras”.
Tenía claro que quería escribir algo para mi pequeña. Al principio escribí treinta hojas y cuando fuimos de vacaciones con un periodista le conté que estaba escribiendo un libro para que mi hija pudiese conocer a su abuelo. Él las leyó y me dijo que debería escribir un libro.
El modo en que quería escribirlo no era el de la biografía cronológica, sino como retratos diferentes de una persona. Hay un capítulo sobre nuestra vida en Dinamarca, uno sobre él como médico, otro como cristiano. Cada capítulo es una pieza diferente del puzzle y al final te encuentras con el retrato de la persona entera.
–Su padre sufrió mucho en su carrera por su postura pro-vida. ¿Se basaban sus convicciones sólo en su fe o también se apoyaba en su investigación científica?
Principalmente en que era médico, no en su fe. Cuando eres médico has jurado el Juramento Hipocrático de no hacer daño. Y él siempre decía que el respeto a la vida no tenía nada que ver con la fe, aunque, por supuesto, está en la fe el respetar la vida. Por eso fue tan odiado por los partidarios del aborto. Era difícil luchar contra él porque sus argumentos eran de base científica.
Quiso explicar que la vida comenzaba en la concepción, él quiso contar una historia que fuese inteligible para todos, como Pulgarcito. Esta es una historia para niños o una leyenda, pero es una realidad. Es muy raro que la humanidad haya sido capaz de contar una historia así sin saber si era verdad, porque cuando se escribió no había fotos de bebés en el útero.
La vida comienza en el mismo instante de la concepción cuando los genes de la madre y los del padre se unen para formar un nuevo ser humano que es absolutamente único. Todo el patrimonio genético está ya allí. Es como la música de Mozart en la partitura. La vida entera está ya ahí.
A los dos meses, el embrión lo tiene todo, las manos, los ojos, el cuerpo. Es un cuerpo muy pequeño, pero después de dos meses lo único que hace es crecer. Si se pudiese coger el mismo dedo pequeño, se podría observar su huella dactilar.
–Muchos investigadores mantienen distancias con aquellos cuya vida afecta a su trabajo. Su padre parecía tener un enfoque distinto. ¿Cómo era su relación con los pacientes y sus familias?
Cuando él se convirtió en doctor, su primer trabajo fue en un hospital donde él vio a un niño con síndrome Down. Entonces fue cuando decidió que quería saber por qué tenían una cara especial y todo lo demás. Se podría decir que esta fue realmente su vocación. Realmente quería encontrara una manera de tratarlos y a esto dedicó su investigación.
El hizo este descubrimiento porque amaba a estos niños y a sus familias y quería ayudarles. No fue consecuencia de este descubrimiento el querer cuidar a los niños de síndrome Down, sino que fue al revés, porque él quería cuidar a estos niños, realizó este descubrimiento. Y esto explica su relación con ellos.
–Después de su muerte, su familia creó una fundación para continuar su trabajo, especialmente el de encontrar una cura para el síndrome Down. ¿Qué hace esta fundación y cómo trabaja?
Mi padre quiso crear esta fundación cuando todavía estaba vivo, porque él sabía que tendría que retirarse y quería que su investigación continuase. Al principio fue su proyecto. El día antes de morir, fui a verlo y me dijo que estaba muy triste por sus pacientes, porque ellos no entenderían que los había tenido que dejar. Dijo: “los estoy abandonando y ellos no van a entender porque ya no estaré con ellos nunca más”.
Yo le contesté: “Ellos lo entenderán. Lo entenderán mejor que nosotros”. Y me dijo: “No, ellos no lo entenderán mejor, pero si más profundamente”. Y después de esto, cuando él murió, nosotros pensamos que podríamos hacer algo más por ellos.
Después de año y medio pusimos en marcha una fundación dedicada al la investigación y tratamiento no sólo del síndrome Down sino también de otros síndromes de enfermedades mentales de origen genético. Creamos un centro en Francia de investigación genética y tenemos un comité que distribuye las ayudas a los diferentes grupos que están en todo el mundo.
Hemos fundado 60 proyectos con 32 equipos en los Estados Unidos, y estamos en proceso de comenzar una fundación en los Estados Unidos que se encargará de más investigación y tratamiento.
El tratamiento real no existe en la actualidad, ya que los investigadores están trabajando en solucionar este problema genético. El patrimonio genético de los niños es correcto, simplemente se repite como un disco rallado. Mi padre siempre decía que un niño con síndrome Down es más niño que otros; es cómo si no estuviese acabado del todo. Así que si ese gen pudiese ser silenciado el niño podría ser normal.
Y este es realmente el futuro de la medicina, reparar el código genético. Por tanto no es descabellado que podamos tratarlos algún día. La dificultad estriba en que se gasta mucho dinero en realizar el diagnóstico y en matarlos, hasta tal punto que si pudiéramos tener sólo un 10% de este dinero para investigación, podríamos ya haber conseguido la cura.
–Su padre fue amigo de Juan Pablo II, sirviendo muchos años como miembro de la Academia Pontificia de Ciencias y como el primer presidente de la Academia Pontificia para la Vida. ¿Cómo era su relación?
Él no diría que fue un amigo cercano del Papa. Pero así fue en verdad. La historia comenzó cuando fue elegido para la Academia Pontificia de Ciencias por Pablo VI, no Juan Pablo II. Pero cuando este llegó a Papa, le pidió a mi padre que acudiese allí porque quería saber todo sobre la clonación, investigación en embriones, etc...
Así que desayunaron juntos y desde entonces él le llamaba cada vez que necesitaba explicaciones particulares. Comían juntos cada seis meses. En 1981, el 13 de mayo, mi padre comió con mi madre y con el Papa. Después cogieron un taxi para ir al aeropuerto, volaron a casa y cuando aterrizaron, se enteraron de que el Papa estaba entre la vida y la muerte porque le habían disparado. Ellos fueron los últimos con los que estuvo antes de ir a la plaza.
Mi padre, aquella tarde, sufrió unos dolores inexplicables, tanto que fue hospitalizado durante tres días. Experimentó sufrimientos similares a los del Papa y una fiebre que desembocó en piedras en el riñón. Nunca le gustó hablar de la conexión entre su enfermedad y la del Papa, pero ésta realmente existió. Antes de que mi padre muriese, recibió un telegrama del Papa que decía que esperaba que se encontrase mejor.
Cuando él murió, el domingo de Pascua, llamamos para decirle al Papa que mi padre había muerto. Teníamos un buen amigo, el ex ministro de justicia de Francia, que nos llamó aquel día porque al ver en la televisión, la bendición del Papa, notó que el Papa parecía muy triste. Dijo, “creo que Jerome ha muerto”.
Cuando Juan Pablo II vino a Francia en 1997, quiso visitar y rezar ante la tumba de mi padre. En ese momento, flanqueados por muchos guardias y miembros de seguridad, nos dejaron estar presentes a nuestra familia. Tuve que negociar para que se permitiese estar presente a personas discapacitadas, ya que mi padre no entendería que el Papa viniese sin dar permiso a sus otros niños, los discapacitados, de estar allí también.
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