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domingo, 17 de agosto de 2008

La "estrategia silenciosa" de la ONU... ¿chantaje? - Nota completa clic aquí

Por Norma Mendoza Alexandry, www.yoinfluyo.com
Para pensar en el tema de la ciudadanía, es necesario referirse a la cultura política: cómo perciben y se conducen los sujetos frente a los discursos que han marcado un horizonte socio-político moderno, en particular frente a uno de los pilares de ese horizonte: la igualdad.
Pero preguntarse sobre la igualdad en el nuevo milenio parece una tarea de necios o de ingenuos, porque es verdad que somos iguales varones y mujeres en dignidad, pero, por favor, ¡no me comparen con un hombre en todo lo demás! Así, en ocasiones se ve en la diferencia un signo opuesto o en competencia con la igualdad prescindiendo del simple hecho de que varón y mujer somos complementarios.
Una profesora (1) que tiene varias publicaciones en el tema ‘perspectiva de género’, afirma: “La diferencia –desde una perspectiva distinta– puede ser una plataforma para un proyecto inclusivo-democrático que se articule sobre la base de una igualdad de derechos y obligaciones”. (2)
Y continúa: “Dentro de una lógica articuladora de la igualdad y la diferencia se esperaría la equiparación de las ciudadanías (hasta hoy desiguales, ciudadanías de segunda, de tercera, etc) desde el reconocimiento de las identidades particulares de los grupos con ciertos rasgos de acción autónomos”.
Además, nos dice que otra posibilidad se abre al plantear la igualdad y la diferencia como dos puntos continuos de un mismo proceso y no como dos caras irreconciliables. Esto último, partiendo de la idea de que en México la ciudadanía se ha ido conformando más desde la lucha social que política, por ejemplo: movimientos obreros, campesinos, de colonos, mujeres, indígenas, estudiantes, etc.
En México, desgraciadamente, tenemos muchas experiencias antidemocráticas en el que la diferencia ha sido conceptuada como signo de atraso (de indígenas), de inferioridad (mujeres), etc., por tanto, podemos decir que sí es una tarea política, pero también y al mismo tiempo, socio-cultural.
La segunda clave es: ¿desde qué identidad es más eficaz apelar a la ciudadanía de las mujeres? En esta pregunta encontramos uno de los debates feministas más controvertidos de la igualdad/diferencia, considerando la subordinación de la que muchas mujeres son objeto, y las condiciones de desigualdad que han marcado hasta hoy sus posibilidades de desarrollo.
¿Es que la ciudadanización de la mujer debe darse desde su posición como ciudadana? ¿O debe darse desde su identidad como ser humano igual en dignidad al varón, además de ser portadora de la capacidad de dar vida a otro ser humano?
Si deliberamos un poco, necesitamos hacer una serie de elucidaciones acerca de si existe hoy una nueva forma de ser ciudadanas de conformidad con las tendencias generistas actuales y/o si como mujer, por el hecho de serlo y de poder ser madre, se es objeto de segregación, exclusión o alguna forma de rechazo.
Partimos del hecho de que “el varón y la mujer son iguales ante la ley” (Constitución Política, Art. 4), y de que “son ciudadanos de la República los varones y mujeres que, teniendo calidad de mexicanos, reúnan, además, los siguientes requisitos…” (Art. 34). Por tanto, la igualdad ¿estaría en contraposición con la identidad individual? Y ¿cuál es el impacto de todo esto en el concepto de ciudadanía?
En México, con la creación del Instituto Nacional de las Mujeres (INMUJERES) el 12 de enero de 2001, éste se abocó a la tarea de fortalecer los mecanismos institucionales para la promoción de la mujer y la igualdad de oportunidades “dotándolos de recursos adecuados a toda índole, personalidad jurídica y autonomía presupuestal, así como respaldo político al más alto nivel para que, entre otros, impulsen y vigilen la aplicación de políticas de género en forma transversal” (PROEQUIDAD).
En el ámbito internacional, por conducto del INMUJERES, destacan tres convenciones suscritas y ratificadas por México consideradas ley suprema de acuerdo al artículo 133 Constitucional: la Convención sobre Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW); la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres (Convención Belem Do Pará); y la Convención sobre los Derechos del Niño. De particular relevancia se menciona la Declaración y Plataforma de Acción de Pekín, IV Conferencia Internacional sobre la Mujer de 1995, y su continuación en el Informe presentado por México, cinco años después, Pekín + 5, del que formé parte.
En la carrera hacia la igualdad, no importa hasta dónde se atropellen otros derechos, sobre todo el más fundamental que es el derecho a la vida. Es necesario decir que ni un solo tratado de derechos humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) menciona el aborto como tal.
Sin embargo, existe una red de actores tenaces dentro del sistema de naciones que están convencidos de que la mujer, para el logro de la igualdad, tiene derecho al aborto, es decir, a matar a su hijo por estorbarle para sus propósitos personales de vida.
Esta estrategia, llamada “stealth strategy” (estrategia sigilosa), comenzó en 1996 con la participación del Fondo de las Naciones Unidas de Población (UNFPA), la Oficina del Alto Comisionado de Derechos Humanos, y algunas selectas organizaciones no gubernamentales, con el objetivo de articular una estrategia que “determinaría cómo el derecho al aborto por demanda podría ser introducido en normas aceptables del mismo modo que el derecho a la vida” (Glen Cove, NYC 1996).(3)
En el corazón de esta estrategia se encuentran los cuerpos de monitoreo que incluyen la CEDAW, la Convención de los Derechos del Niño, y el Convenio Internacional de Derechos Civiles y Políticos.
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