Por Aníbal D’Angelo Rodríguez
Es demasiado temprano para sacar conclusiones definitivas sobre lo que significa la presente crisis en Estados Unidos y su presumible desemboque. Sin embargo, me parece oportuno esboza una hipótesis que intenta comprender lo que sucede a la luz de la filosofía de la Historia.
En el siglo XVIII nació una ideología: el progresismo que significaba, en sustancia, la rebelión del hombre contra Dios y la certeza de construir un mundo perfecto – el paraíso sobre la tierra - a partir de la tecnología basada en la ciencia. La cual, a su vez, develaría todos los secretos del Universo. La humanidad sería, pues, un Dios colectivo: lo sabría todo, lo podría todo.
Un siglo después, a fines del XIX, toda esa profecía del progresismo parecía a punto de cumplirse. La segunda revolución industrial ponía bajo dominio humano a la naturaleza y el darwinismo explicaba qué cosa es el hombre. La democracia laica enseñaba el secreto de la convivencia y Nietzsche resumía el todo en su más célebre frase: “Dios ha muerto”. Es verdad que el pensador germano advertía sobre los riesgos de un mundo sin Dios pero el mundo no quería oír esa parte. Atrás quedaba la Inquisición, la caza de brujas, la ignorancia y la superstición. El siglo XX se presentaba maravilloso a los ojos del progresismo. Lleno de tolerancia y de adelantos técnico- científicos que harían mejores y más felices a los hombres.
¡Ay! No fue así sino todo lo contrario. En poco tiempo se mostró que las condenas de la Inquisición y la cacería de brujas eran una ráfaga de verano al lado de las matanzas ejecutadas por todos los protagonistas de la modernidad. En medio siglo se asesinó más gente inocente que en el resto de la historia. Y en la segunda mitad del XX continuó el crimen colectivo con millones y millones de niños abortados por el egoísmo más helado que el Ártico en que se había convertido el individualismo propiciado en la mentalidad moderna. Una proporción enorme de los abortos se basan en la negativa a soportar las molestias de los nueve meses de embarazo a pesar de las ofertas concretas de personas e instituciones que ofrecen hacerse cargo del niño que se prefiere asesinar.
Mi hipótesis es Dios se ha cansado. Primero hirió a las naciones culpables con la simple consecuencia de sus acciones: la población europea y la norteamericana original disminuye año a año, llevando a la extinción autoprovocada a los pueblos culpables.
Pero no solo eso. La ideología progresista produjo dos modelos: el socialista y el liberal o capitalista. El primero se basaba en la estúpida creencia que suprimiendo a los ricos (la burguesía) los pobres serían felices y se gobernarían a sí mismos. Esta necia creencia fue sostenida – aunque hoy sea difícil creerlo – por los intelectuales modernos, el “cerebro” del sistema. Por supuesto el fracaso de tal estupidez se hizo evidente en tan solo setenta años. (Históricamente, un minuto) La supresión (asesinato y fuga) de la burguesía no puso en manos de los pobres los instrumentos de producción y de mando político sino que los depositó en as manos de una banda de asesinos que monopolizó ambas posesiones “en nombre del pueblo pobre”. El chiste costó cien millones de muertos y todavía tiene sostenedores que ahora pretenden hacernos creer que donde fracasaron Ulianov (Lenín) y Djugasvili (Stalin) triunfarán Evo (Morales) y Hugo (Chaves).
En cuanto al modelo liberal, sus autores intelectuales y propiciadores fueron los otros protagonistas de la modernidad: los ricos, los atesoradores de riqueza. Todo ese modelo está basado en lo que los griegos llamaban la hybris, la desmesura. Aquí no se trataba de suprimir a los ricos sino todo lo contrario: hacer que todos fueran ricos. Y, en consecuencia, felices. Para eso pusieron en marcha una loca bicicleta: una economía que solo se mantenía en pie si corría, corría y corría, aunque no se supiera hacia donde. La cuestión era crecer, producir siempre más. Pero claro, un siglo después Ford se dio cuenta de que la ecuación no cerraba si no se consumía más y un consumo diametralmente contradictorio con el instinto humano de posesión: había que poseer cosas que se hacían instantáneamente obsoletas para volver en seguida a desear más, a poseer más, a desilusionarse más y a volver a desear más. Para eso hacía falta crear una humanidad estupidizada. De manera que los estúpidos que creaba el sistema podían optar por creer las estupideces que decían los marxistas o las que decía la publicidad. O ambas, porque no había verdadera divergencia entre ellas.
Entonces, como el sistema requería un combustible único: el dinero y como el dinero real no alcanzaba para una empresa que crecía locamente, se inventaron las finanzas. O sea recursos varios para hacer dinero de la nada. Pero ese dinero se insubordinó y comenzó a creerse en serio que era algo y que los financistas que lo manejaban eran todopoderosos y podían hacer fabulosos negocios jugando con dinero inexistente.
Bueno, ahora se terminó. Aparece Dios y castiga todos los que creyeron que podían prescindir de El, dejándolos simplemente ahorcarse con la soga que construyeron. A los socialistas con su sociedad tiránica y más injusta – aun – que la otra. A los capitalistas con su dinero sacado de la nada. Esa es la crisis que comenzamos a vivir.
Al menos en su apariencia, porque Dios debe reírse de los mundos sin Él que construyeron marxistas y capitalistas. Lo que realmente clama al cielo es la sangre inocente que derramaron y siguen derramando (por ejemplo, ayer en Bahía Blanca, que se tiñó del rojo de la sangre del bebé asesinado). Eso ya no es un chiste, eso Dios no lo va a perdonar.
Si esta hipótesis es cierta, teman, los que no temen a Dios, porque se acerca el día de su juicio. No teman los que temen a Dios. Aunque crucen por oscuras quebradas, no teman. Él defenderá a los suyos.