Por Hans Thomas Una ética médica bien fundamentada es la mejor protección de los profesionales contra la injerencia política y burocrática, así como frente a las volubles demandas sociales y frente a cualquier intromisión extraña a la profesión. Esta es la tesis que desarrolla Hans Thomas, director del Lindenthal Institut de Colonia, en un artículo traducido al español en Nueva Revista (mayo-junio 2008), del que seleccionamos algunos párrafos.
La sacralidad de la vida resulta hoy controvertida entre los especialistas en Ética. No pocos bioéticos y teóricos del Derecho —John Harris, Norbert Hoerster, Georg Meggle, Hubert Markl, Peter Singer, también Dieter Birnbacher, por nombrar sólo algunos— pretenden hacernos creer que la idea de la dignidad, es decir, del valor incondicional y fundamentalmente indisponible adscrito a toda vida humana, se debe a “autoridades extracientíficas”, y que es deudora de unas premisas metafísicas en todo caso dudosas, esto es, susceptibles de prejuicios, y en particular de prejuicios “religiosos”. Corregir esto, dicen, ha de hacer nuestra ética más justa y nuestro obrar más racional.
El valor incondicional de la vida
Anselm Winfried Müller desenmascara la trampa intelectual que hay en el fondo de esa tesis. Quien basado tan sólo en su simple sentido común, y sin preocuparse de convicciones religiosas, quiere fundamentar “racionalmente” la santidad de la vida —o dicho de forma profana, su incondicional indisponibilidad— se siente desafiado a argumentar. Ciertamente ésta puede deducirse a partir de postulados religiosos, pero aun sin ellos la máxima de la indisponibilidad e incondicionalidad de la vida humana conserva una base completamente firme. Y esa base no queda afectada en modo alguno por aquella crítica. Esos autores no ofrecen ninguna argumentación suficiente de que la vida humana tan sólo tenga un valor relativo.
Anselm Winfried Müller sigue la pista de las razones que se aducen hoy para la valoración de la vida humana, y llega a la conclusión de que el valor incondicional de ésta no puede ser racionalmente deducido. Es más bien una premisa. Él piensa que el reconocimiento de ese valor incondicional es precisamente el fundamento de todas las valoraciones de carácter ético y la medida de su rectitud. Una ética que supone a nuestro arbitrio una vida humana inocente elimina la base sobre la que descansa. Sin la prohibición absoluta de dar muerte a un inocente no puede haber una moral coherente. O, como escribe Müller: “Quien deja el rechazo a matar al vaivén del debate saca del suelo las raíces de nuestra orientación moral para examinar si esas raíces se conservan sanas”.
De todos los derechos humanos que han sido declarados desde la Revolución Francesa cabe decir que no pueden ser fundamentados de una manera puramente racional. Fueron proclamados. Eso sucedió sin apelar a procedencias metafísicas o convicciones religiosas (frecuentemente incluso con la intención opuesta). Tan sólo la experiencia humana e histórica, así como su infracción, llevó a formular y proclamar los derechos humanos. No hay ninguna lógica necesaria que llevara a reconocerlos. En todo caso, eso no sería razón —piensa Müller— para volver a cuestionarse el comercio de esclavos bajo determinadas circunstancias, o para excluir la prohibición absoluta de la tortura, o quizá para aprobar el sexo con niños en determinados casos.
Peter Singer, uno de los críticos del principio de la “sacralidad” de la vida humana, niega que pueda atribuirse una especial dignidad al ser humano, con lo cual liquida también cualquier derecho humano. De acuerdo con su concepción, atribuir esa dignidad al ser humano constituiría un injusto privilegio a costa de discriminar a los animales. Lo denomina –en analogía al racismo– “especieísmo”.