Fingir que todos los tipos de familia son iguales es negar la verdad de la experiencia infantil
He recibido un correo electrónico de una madre preocupada porque la profesora de primer curso de su hijo había leído a la clase un relato sobre el matrimonio homosexual entre los conejillos de indias, para, acto seguido, anunciar su próxima boda con otra mujer.
Este tipo de montaje es justificado por quienes apoyan una educación elemental favorable a los homosexuales como una manera de ayudar a los niños a comprender la “diversidad”. Nada tiene de malo, en principio, asegurarse de que los niños, con independencia de sus antecedentes raciales, étnicos o religiosos, tengan la sensación de que aquello que constituye su patrimonio está representado y es respetado.
Sin embargo, la diversidad es un caballo de Troya. Una vez que la idea de aceptar la diversidad se ha introducido en el aula, el plan de estudios de la diversidad oculta algo que socava el auténtico respeto. Los promotores de la diversidad insisten en que, al igual que reconocemos diferencias raciales, étnicas y religiosas, debemos respetar la diversidad de las orientaciones sexuales y los modelos de familia.
Sí hay diferencias
Los militantes de la diversidad quieren obligar a profesores, estudiantes y padres a fingir que no hay diferencia entre una familia compuesta por marido y mujer y sus hijos, y otras variantes tales como una familia mutilada por un fallecimiento o un divorcio, la situación de las que tienen un solo progenitor o las parejas del mismo sexo que se han hecho con hijos por medio de la reproducción artificial o la adopción.
En realidad, las diferencias son enormes. Perder la presencia del padre o la madre naturales durante la infancia constituye siempre una tragedia. Todo el mundo comprende que el fallecimiento de uno de los progenitores es un golpe para un niño. Los adultos que han pasado por esa experiencia en su infancia la recuerdan como un suceso que los cambió de forma profunda.
Igualmente, la fractura de una familia por el divorcio afecta negativamente a los hijos por mucho que se esfuercen los padres en suavizar el golpe: basta leer los libros de Judith Wallerstein para ver los efectos a largo plazo (ver Aceprensa 129/00). Además, la concepción de un hijo fuera del matrimonio priva del vínculo con el padre o lo hace muy débil, y los hijos acusan la carencia con toda la razón. La adopción por parte de un matrimonio puede aportar ventajas maravillosas y mucho amor, pero la herida persiste. Los niños adoptados sienten a menudo la necesidad de hallar a su madre y a su padre naturales.
Con todo, por difícil que resulten la muerte, el divorcio, la ausencia de un progenitor o la adopción, en la mayoría de los casos los niños pueden consolarse con la creencia de que al menos uno de sus padres trató de evitar la tragedia: de que alguien estaba dispuesto a dar prioridad a sus necesidades.
Este tipo de montaje es justificado por quienes apoyan una educación elemental favorable a los homosexuales como una manera de ayudar a los niños a comprender la “diversidad”. Nada tiene de malo, en principio, asegurarse de que los niños, con independencia de sus antecedentes raciales, étnicos o religiosos, tengan la sensación de que aquello que constituye su patrimonio está representado y es respetado.
Sin embargo, la diversidad es un caballo de Troya. Una vez que la idea de aceptar la diversidad se ha introducido en el aula, el plan de estudios de la diversidad oculta algo que socava el auténtico respeto. Los promotores de la diversidad insisten en que, al igual que reconocemos diferencias raciales, étnicas y religiosas, debemos respetar la diversidad de las orientaciones sexuales y los modelos de familia.
Sí hay diferencias
Los militantes de la diversidad quieren obligar a profesores, estudiantes y padres a fingir que no hay diferencia entre una familia compuesta por marido y mujer y sus hijos, y otras variantes tales como una familia mutilada por un fallecimiento o un divorcio, la situación de las que tienen un solo progenitor o las parejas del mismo sexo que se han hecho con hijos por medio de la reproducción artificial o la adopción.
En realidad, las diferencias son enormes. Perder la presencia del padre o la madre naturales durante la infancia constituye siempre una tragedia. Todo el mundo comprende que el fallecimiento de uno de los progenitores es un golpe para un niño. Los adultos que han pasado por esa experiencia en su infancia la recuerdan como un suceso que los cambió de forma profunda.
Igualmente, la fractura de una familia por el divorcio afecta negativamente a los hijos por mucho que se esfuercen los padres en suavizar el golpe: basta leer los libros de Judith Wallerstein para ver los efectos a largo plazo (ver Aceprensa 129/00). Además, la concepción de un hijo fuera del matrimonio priva del vínculo con el padre o lo hace muy débil, y los hijos acusan la carencia con toda la razón. La adopción por parte de un matrimonio puede aportar ventajas maravillosas y mucho amor, pero la herida persiste. Los niños adoptados sienten a menudo la necesidad de hallar a su madre y a su padre naturales.
Con todo, por difícil que resulten la muerte, el divorcio, la ausencia de un progenitor o la adopción, en la mayoría de los casos los niños pueden consolarse con la creencia de que al menos uno de sus padres trató de evitar la tragedia: de que alguien estaba dispuesto a dar prioridad a sus necesidades.